ÉXODO 127

E S i la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias” fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiri- tualidad que diera la espalda a la realidad his- tórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados moti- vos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia” y “ca- lidez” del misterio, sería, cuando menos, imper- fecta y difícil de entender. Uniendo ambas di- mensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la “cultura de la indiferencia” y de proponer co- mo revulsivo “la revolución de la ternura”. La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imagi- narios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sen- tido. Pero simultáneamente se ha venido desa- rrollando otro tipo de espiritualidad, general- mente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido hacien- do cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los pri- meros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde es- tá tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubier- to como amor, es también Dios de justicia; sien- do la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor. Desde el último cuarto del pasado siglo, el teó- logo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiri- tualidad ). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teó- logo de Münster, cofundador de la revista Conci- lium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas. Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufri- miento y la justicia debida a las personas que su- fren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una ta- rea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la jus- ticia que se espera del futuro. Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entraña- blemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”. Nos si- gue sorprendiendo la profundidad que una mu- jer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida — llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisi- ción. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extra- ordinario temple de esta mujer singular se re- fleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cin- cuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era her- mosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”. EDITORIAL

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